jueves, 7 de abril de 2011

Nuestras Bases: Análisis ámbito estatal

 
(a) La función del Rey

Solemos escuchar la queja que el Rey «no sirve para nada», y que recibe de las arcas públicas un dinero que no se gana. Esta protesta vulgar indica ceguera o pereza mental. Para nosotros, el Rey ha demostrado, en momentos oportunos, que la Monarquía sí sirve, y lo que cobra de los presupuestos del Estado no es mucho para los beneficios que ocasiona a los intereses que debe cuidar.

El Rey garantizó de forma ejemplar el tránsito de los españoles de la dictadura despolitizadora a la democracia desnacionalizadora. Gracias a su intervención se evitó una ruptura peligrosa para los intereses de la oligarquía económica española. Gracias a su habilidad se logró conjurar la amenaza de un movimiento desestabilizador, del signo que fuera, que diera al traste el montaje del nuevo Régimen político asentado en la casta de los partidos y «autonomías» regionales.

Fue gracias al Rey como se pudo entregar un territorio español, y unos españoles, al despotismo cleptocrático y asesino del Régimen alauita. Gracias al Rey la «joven democracia» española aceptó que algunos hasta entonces ciudadanos del Reino fueran secuestrados, torturados y desaparecidos en «guantánamos» de su «hermano mayor» Hassan II. La «modélica transición» pudo asumir la carga de dejar abandonados antiguos ciudadanos del Reino gracias al Rey Juan Carlos I.

Fue también gracias al Rey, como el Ejército y las F.O.P. aceptaron, aún a regañadientes, el papel momentáneo de «poco fiables», a quienes el propio poder político hizo sospechosas de «ruido de sables» para asustar a las fuerzas que aún planteaban la ruptura con lo heredado del franquismo. Uno de los «poderes fácticos» del Régimen anterior debía ser despreciado y semisacrificado en la transición para servir de pararrayos y dejar intacto el prestigio y los intereses de los demás, Y qué mejor para tal sacrificio que el signo del poder más visible de la dictadura (Franco era un militar) y más a causa de la historia reciente de la nación, donde el Ejército y las F.O.P. fueron, junto a cierto sector político, los más comprometidos con la represión comportándose como tropas de ocupación. Cuando ciertos militares se hartaron de cumplir ese papel, sintiéndose patos de feria que tiraban al vertedero cuando eran abatidos (en los años de más asesinatos etarras y funerales vergonzantes) y trataron de torcer ese camino con la doble intentona del 23-F de 1981 («Golpe duro» del General Rojas o «Golpe de Timón» del General Armada) el Rey manejó las opciones. Al final, tras estropear el «loco» de Tejero la maniobra «salvadora» de Armada, fue el Rey quien decidió asegurar el rumbo más conveniente para los intereses de la cupulocracia política y los poderes económicos.

Gracias a su papel de «figura histórica» y «mejor embajador de España», el Rey ha logrado que gentes de antiguas colonias se alisten hoy en sus ejércitos profesionales y mueran defendiendo los intereses del Reino. Las leyes de extranjería que él firma han facilitado esta tarea.

Si el Rey ha amasado una gran fortuna gracias a los manejos de varios amigos reales, y también a cierto préstamo de las monarquías árabes nunca pagado, es porque un monarca parlamentario no puede ser un monarca pobre si debe ejercer su papel con eficacia. Por ello no podemos decir que el Rey no sirve para nada o que cobra mucho.

(b) La Monarquía del Gran Partido de la Burguesía

Formal y jurídicamente, el Régimen que tenemos no es ninguna expresión política de estamentos vasallos del Rey, ni tiene que ver con un despotismo ilustrado. Las supuestas críticas que pretenden desacreditar esta Monarquía acudiendo a imágenes anacrónicas son una estafa. Quien ataca formas del pasado ha de ser descalificado por «combatir» con fantasmas, en lugar de hacerlo contra el poder real actual. Este Régimen es un estado moderno de derecho y es oficialmente una Monarquía Constitucional y Parlamentaria. Y basta un vistazo para comprobar que tenemos una Monarquía de Partidos, pues son las cúpulas de éstos quienes determinan, en listas cerradas, los miembros de los Parlamentos nacional y regionales, debido tanto a la ley electoral (aprobada antes de las primeras elecciones) como al funcionamiento interno de los partidos, pero, sobre todo, por causa del poderoso cinturón mediático que los respalda y encubre.

Esta Monarquía de Partidos ha sostenido e implementado los equilibrios oligárquicos político-económicos de la Dictadura, haciéndolos converger con nuevas minorías burguesas ascendentes, tanto de las regiones del interior como de las regiones periféricas, que ejercieron una muy leve y solapada oposición antifranquista. Otro vistazo, menos simple quizás pero no menos claro, demuestra que los partidos del Régimen (PP, PSOE y neofeudalistas) han representado siempre al bloque oligárquico-burgués de unas y otras regiones. Por eso la llamamos también Monarquía del Gran Partido de la Alta Burguesía. Tras más de siete lustros de despolitización de la Dictadura franquista han venido siete lustros de desnacionalización de la Monarquía juancarlista, dos procesos exigidos por la Alta Burguesía. El nuevo Régimen es, también en esto, heredero natural del anterior.

El bloque oligárquico-burgués que domina España ha logrado mantener su implacable proceso de acumulación ingente de capital durante estos siete lustros de «Democracia» sin mucho sobresalto, no sólo debido a los servicios de su «Partido Único con varias siglas», sino gracias a la figura del Rey y a sus intervenciones. Cierto es que sería lógico que el Rey cobrase de los Consejos de Administración del Banco Santander, BBVA, Endesa, Telefónica, La Caixa o Acciona, pero ¿Acaso no son los bancos los que financian al Gran Partido de la Burguesía indirectamente, a través de las deudas que los partidos tienen con ellos y cuyos cobros son aplazados indefinidamente?

En esta Gran Recesión iniciada en 2007, el bloque oligárquico-burgués pasa por dificultades mayores. Ciertos portavoces patronales andan temerosos pues, si bien es cierto que les conviene un alto número de parados, la lista de desempleados es enorme, y prevén algunas revueltas cuando falle la «economía sumergida». Los continuos engaños políticos, los casos de corrupción, así como las disputas entre las tenazas estatales del Gran Partido de la Burguesía, han desacreditado a la clase política. Al igual que ocurre en otros países, el descrédito es mayor para la tenaza «progre» por sus «recortazos» para salir de la deuda soberana. Además, como la mejor forma que encuentra cada tenaza del Gran Partido de la Burguesía (PP y PSOE, tan de acuerdo en lo sustancial), para mantener el afecto de sus acólitos no pagados, es acusar a la otra punta de tenaza de ser aún peor que ella, tal cálculo cortoplacista está perjudicando la imagen y el funcionamiento «normal» de las instituciones. Así pues, el bloque oligárquico-burgués no puede contar tanto con su «Partido Único» estatal para afrontar los sobresaltos de esta crisis estructural del Capitalismo. Por eso el Rey cobra un protagonismo que hubiera sido impropio en otra legislatura de estos «Treinta Años de Democracia», convirtiéndose en impulsor de nuevos «Pactos de la Moncloa».

Que nadie diga que la Monarquía del Gran Partido de la Burguesía no sirve para nada y cuesta mucho. Cuando empiezan a fallar las cúpulas del Gran Partido, atrapadas en sus querellas propias e intereses inmediatos, el monarca interviene sirviendo a quien tiene que servir. El problema es que la Dinastía sirve a los intereses de los menos, en vez de a las necesidades de la nación, los más. Nuestra tarea es denunciarla por estar al servicio de los intereses antinacionales y antipopulares de la oligarquía altoburguesa, y no del bien común de los españoles. Es imperativo rechazar la crítica fácil, la que, por interés o desidia, esconde el papel fundamental del Rey apelando a la envidia del vulgo necio, el mismo al que, en otras jornadas, se le cae la baba ante la fanfarria monárquica.

II El Estado de las autonomías

Más que el sistema de partidos, una de las principales «novedades» del Régimen Político ha sido la reorganización territorial del Estado Monárquico. Novedad relativa pues el «estado de las autonomías» ya se ensayó anteriormente con poco éxito y muchos problemas. Fue durante la II República, que no fue una Republica Federal ni un modelo confederal.

(a) La ligazón entre la Monarquía de Partidos y el Estado (multi) Autonómico

Entendemos que estado autonómico y Monarquía del Gran Partido de la Burguesía están íntimamente ligados pues corresponden al modo y manera en que se realizó el reparto del «pastel» democrático-constitucional, a través del «Consenso» entre tardofranquistas, post-republicanos y nacionalistas. De la misma forma que se pactó el control del mundo laboral, la sumisión de la clase obrera, la desarticulación de los movimientos sociales, el «pasotismo» de la juventud, las ayudas a la prensa del Régimen y el desmantelamiento de la industria pesada, se pactó el neofeudalismo político-financiero como instrumento de los «barones» regionales de los «partidos nacionales» y los «para-estados de bolsillo» con «derechos históricos» o «hechos diferenciales».

Por ello vemos que no puede separarse el Estado de las Autonomías de la Monarquía Parlamentaria juancarlista, ni éstos del Partido Único del bloque oligárquico-burgués que domina España.

(b) Las Incompetencias autonómicas

Lo más llamativo del Estado de la Autonomías es su carácter abiertamente asimétrico que contradice las aspiraciones universales de igualdad que proclama la Democracia. Asimismo es muy llamativo que, en siete lustros de juancarlismo, aún no se hayan fijado las competencias que tendrán las administraciones autonómicas y cuáles serán las áreas reservadas a la dirección central del Estado. Pero no sólo no se terminan de establecer sino que, encima, los impulsores de cada nueva reestructuración advierten que la última que llevan a cabo es temporal. España va de «Perestroika» a «Perestroika» territorial cada poco tiempo. La constante histórica del Estado de las Autonomías es la misma que la del capitalismo y la del imperialismo: nadie le pide cuentas de resultados por lo que ha hecho, y sólo sabe responder para «seguir en marcha» huyendo siempre hacia adelante.

Más que sobre competencias autonómicas hay que hablar de incompetencias. Los partidos y dirigentes locales tienen por costumbre no responder sobre lo que han hecho, o sobre lo que van a hacer con los medios y recursos de que disponen, es decir, con las competencias que tienen, sino que se dedican a reclamar más transferencias del Poder central. En ciertos casos, hemos visto que los poderes locales han instado al Gobierno central a transferir ciertas competencias, advirtiendo, en pleno «Estado de Derecho», que si no eran transferidas las asumirían por su cuenta. Pero en esas ocasiones reclamaban asuntos competenciales que figuraban en los estatutos autonómicos, es decir, que habían tenido el visto bueno o habían sido pactados previamente con el gobierno de la nación. Eso indica que los problemas derivados por las disputas de transferencias a los poderes autonómicos han sido creados principalmente por el gobierno de la nación y las Cortes Generales.

Si se considera, por caso, que la cesión de materias como la Seguridad Social supone una quiebra del sistema de caja única (y efectivamente lo es) y una significativa fractura interterritorial (que, pese a todo, se halla bien lejos de la infame fractura social entre rentas altas y rentas populares), la situación es muy grave, pero no tanto por causa de las instancias regionales, sino por aquellos que cedieron en ese asunto. Por ello, si se pone en evidencia el disparate del modelo autonómico, los máximos culpables del desaguisado no son grupos de poder locales sino los «partidos nacionales», los poderes generales del Estado y los poderes fácticos que los asesoran. En esto se nota que la ensalzada transición tuvo también mucho de chapuza, de huida hacia adelante y de reparto del botín llamado España. El Estado monárquico de las autonomías y del Gran Partido de la Burguesía se asentó gracias a la docilidad de un pueblo adocenado y atemorizado tras una dictadura donde imperaba el miedo y la despolitización, y una mayoría acostumbrada a ver el mundo sólo a través de la televisión. Pero, sobre todo, se estableció gracias al reparto del «pastel» a través del «Consenso» entre los grupos oligárquico-burgueses de las regiones del interior y de la periferia.

Concluimos que no hay problemas de competencias porque aquí lo que menos ha importado es ser competente en el servicio público. Hay un problema de incompetencias e irresponsabilidades continuas por parte de los dirigentes políticos de entonces y de ahora, tanto a nivel general como regional, encubiertos por una prensa del Régimen «localizada», encargada de distraer y ocultar esta realidad a los ciudadanos. Por tanto, si uno de los objetivos anunciados era «acercar la administración a los problemas» de la población, ese fin ha sido un fracaso, o ha constituido una estafa.

(c) El Despilfarro autonómico

En España no ha existido una descentralización del Estado, descentralización que, por cierto, no era discutida por nadie. La existencia de duplicidades, redundancias y excesos de gasto de las tres Administraciones (en algunas regiones son cuatro) que interactúan en el territorio español así lo demuestra. Se suponía que la Administración General del Estado debía suprimir sus órganos periféricos para dejar vía libre a las administraciones regionales, reservándose para sí facultades de supervisión. Pero esto no es lo que ha ocurrido aquí.

Lo que ha existido es un reparto de poder y una recentralización con una multiplicación del gasto, doblando (o triplicando) las mismas ocupaciones en diecisiete espacios y ocasionando un derroche de recursos, no orientado a prestar mejores servicios a los pueblos de España, sino a mantener o aumentar parcelas de poder y, ante todo, de negocio. Tiene que caer una crisis como la del 29 para que algunas voces del propio Régimen empiecen a reconocer el despilfarro que conlleva el modelo. Pero esas voces no aceptan que las Autonomías van ligadas al Régimen, y que si los grandes partidos «nacionales» son responsables de los desmanes autonómicos por no supervisar el cumplimiento de las normas del Estado, eso ha sido para comprar-mantener la «adhesión inquebrantable al Régimen» de unas cupulocracias y sus clientelas partidarias. Las normas importan muy poco.
(d) La Corrupción multiplicada y el «Independencierismo» autonómico
Vemos que los particularismos y egoísmos locales van de la mano de los particularismos y egoísmos de la clase dominante. Y es lógico que clasismo y nacionalismo vayan juntos. El predominio de intereses particulares es consustancial al Sistema. Por tanto, es natural que los administradores de los intereses particulares de la Alta Burguesía agiten los egoísmos de las tierras y pueblos de España para mantenerse, o para desplazar a la competencia partidista, en las áreas de poder locales. Lo que ha hecho el «Estado de las Autonomías» es consolidar clases políticas locales inmersas en una España donde todas las opciones han acabado defendiendo el mismo modelo socio-económico e ideológico. Clases políticas locales cuyas facciones, no moviéndose más que por oportunismo, no tienen otra salida -para explicar su existencia, mantenerse o ganar posiciones- que la de promover pasiones nacionaleras, los egoísmos particularistas y su propia insaciabilidad «competencial».

Así pues, las corrupciones autonómicas no se han instalado por la «naturaleza pecadora del hombre», o porque el «poder corrompa» u otra sandez dada por los voceros auxiliares del Régimen tratando de esconder las causas de la corrupción, sino porque desde el principio los poderes locales han servido a intereses y pasiones particularistas, por encima de sentidos de estado o bien común.

Por eso afirmamos que, excepto la «izquierda aberchale» vasca (utilizada durante años como un «sacude árboles» para que otros «recogieran las nueces»), incluso las listas llamadas «soberanistas» no son realmente independentistas sino «independencieras», en una España cuya soberanía está anulada por la Alianza Atlántica, Eurolandia y los «mercados de deuda». Agitar el victimismo y buscar pendencias con el poder central u otras regiones, no para afrontar los males y problemas del pueblo, sino para que las gentes y territorios que controlan las cupulocracias locales se sientan enfrentadas o antagónicas con otros pueblos y territorios del mismo estado, es la única salida que les queda a los neofeudalistas para mantener la adhesión de sus «vasallos». El neofeudalismo es independenciero y seguirá siempre siéndolo por una cuestión de pura supervivencia de casta.

Por tanto, concluimos que, si el propósito del «Estado de las Autonomías» era resolver el llamado «problema nacional», éste no sólo no ha sido resuelto sino que, incluso, se ha agravado. Pero no perdamos la perspectiva histórica: después de siete lustros de despolitización acometida por la Dictadura franquista, fase necesaria para domesticar al pueblo español, era preciso otro proceso para entregar España a la OTAN, a la Europa de los mercaderes y al capitalismo globalitario: la desnacionalización del pueblo español. El «Independencierismo» ha sido el gran complemento «interior» para generar una masa sin conciencia nacional ni sentido de las solidaridades sociales, una masa sumergida en la apatía más inmovilista, cuando no servil, dispuesta a corear «vivan las caenas».

Así, aunque pueda verse otra cosa, el Estado de las Autonomías / Monarquía del Gran Partido de la Burguesía no ha perdido un ápice de poder por más banderitas regionales broten a su sombra, multiplicándose por sí mismo tantas veces como sea posible, dentro de una dinámica política de represión y corrupción bajo la cobertura de los medios de manipulación de masas. Por más que aparezca compartimentado, segmentado, parcelado y saturado, a causa de tanta atribución y redundancia de potestades, transfererencias y asunciones arbitrarias administrativas, normativas, impositivas y presupuestarias, con gobiernos y asambleas variopintas, el Estado Monárquico no ha cedido sus funciones básicas ante instancias del interior, ni su monopolio legal de la violencia ni su aparato burocrático-represivo, en ningún momento. Dado que no es un estado federal, las Autonomías son un montaje que ha propiciado un confederalismo asimétrico, arbitraria e intencionalmente previsto en función de intereses espurios y traspaso de corruptelas («competencias»), y un entramado clientelar que ha modernizado y legitimado la vieja política caciquil de casino y pucherazo. La retroalimentación financiera de los partidos a través de ayuntamientos y consejerias autonómicas demuestra bien el grado funcional de complicidad entre los neofeudalistas y los grandes partidos «nacionales» del Régimen.

El motivo de todos los ramalazos «soberanistas», agravios, pendencias entre regiones, derechos históricos y hechos diferenciales que azuzan y recrean los neofeudalistas, es que a las clases políticas regionales, para justificar la existencia de sus diversas siglas dentro del Partido Único de la Burguesía, no les queda otro recurso que la agitación de los egoísmos y pasiones particularistas en una masa despolitizada y desmovilizada sin conciencia nacional ni sentido social. Las reivindicaciones, «soberanistas» o regionalistas, son discursos igualmente funcionales al proyecto «asimétrico-integral» que determina el «diferencialismo» pequeño-burgués del Estado de las Autonomías. Para nosotros, los nacionalismos representan la «Tenaza Periférica» del Régimen.

En conclusión: el Estado de las Autonomías no sólo no resuelve ningún problema, sino que supone un problema estructural que complica los problemas nacionales. Agrava, por ejemplo, la crisis actual.


(a) La Tenaza Nacional: Partido Popular/PSOE

Si señalamos a los nacionalistas como la «Tenaza Periférica» del régimen, la «Tenaza Central» del Partido Único de la Burguesía está conformada por PP y PSOE. Durante la fase de estabilización sociopolítica llamada «transición» había cuatro partidos de ámbito nacional con apreciable representación en las Cortes Generales. Esto vino bien en los años de fundación de la Monarquía de Partidos-Estado de las Autonomías, pero esa situación, a la larga, no convenía a la Oligarquía.

Por un lado, no habiendo aún masas que se identificaran totalmente con los postulados económicos del capitalismo, era precisa una «izquierda de diseño» del capital. Pues sólo algo etiquetado de «izquierda» podía hacer lo que la «derecha corriente» no podía: reconversión industrial, entrega definitiva de España a la OTAN, disolver los movimientos sociales, implicar por vez primera a la nación en operaciones imperialistas, legalizar los contratos-basura... Una fuerza real a la izquierda del PSOE hubiera puesto en evidencia el simulacro progresista, un PSOE creado por los servicios de inteligencia nacional e internacionales, y financiado por la socialdemocracia alemana, más relacionado con la corriente social-católica progresista del franquismo que con Iglesias, Largo o Prieto.

Y por otro lado, una derecha política desunida daba pie para que pudieran avanzar los que cuestionan el tinglado montado por las derechas. La derecha unificada era la «casa común» de la «mayoría natural» invocada por los voceros liberal-conservadores, mientras la Patronal, la Banca, la jerarquía eclesiástica y el Ejército, sólidos muros de carga de la contrarrevolución española, cebaban y aplaudían la política retórica, la corrupción sistemática y el saqueo del estado por el felipismo.

El Bipartidismo forma parte del «Gran Tinglado» que nos domina, regido por una Dinastía, gestionado por unos «gobiernos» de turno nacionales y regionales, gobernado por una Oligarquía, defendido por un Brazo represivo, bendecido por Poderes fácticos y acrisolado por un Orden internacional. PSOE y PP se pelean y se critican ácidamente, pero se protegen unos a otros, y basta ver el contenido de sus disputas para comprobarlo. Es cierto que PP y PSOE se odian mutuamente, pero sus dirigentes saben bien que se necesitan. Destinan casi todos sus recursos mediáticos y aparatos partidarios a discutir entre sí sobre lo accesorio, remarcando unas diferencias más aparentes que reales, acudiendo al griterío e incluso al insulto. Y cuando no disputan por cuestiones accesorias, cuando entran en asuntos serios, tales disputas se quedan en amagos y simulaciones. Quien caiga en sus disputas amañadas podrá ser cualquier cosa menos un disidente del Régimen.

En general, la gente percibe que, al menos uno de los dos partidos, es el gran adversario a batir para alcan-zar aspiraciones legítimas populares o impedir que las cosas vayan a peor. Sin embargo, muchos son los que no perciben que ambos forman parte de la misma tenaza. El Bipartidismo es el «primer cerrojo» del Régimen, y garantiza el desenvolvimiento de corruptelas y abusos de ambos. El dilema tramposo es tan simple como perverso: al elector le hacen creer que votando PSOE se frena o condena al PP, y apoyando al PP castiga o expulsa al PSOE. Lo que ocurre es lo contrario: unos y otros votantes legitiman la otra punta de la misma tenaza, cuyas cúpulas enjuician el voto a sus siglas respectivas como lo que realmente es: un cheque en blanco del electorado para seguir engañando y abusando del poder. PP y PSOE comparten casi todo y coinciden en impedir que ninguna otra fuerza les haga sombra para mantener el Bipartidismo nacional. La propia ley electoral del Régimen ha impedido tanto la consolidación de otras fuerzas a nivel nacional, como ha garantizado esa bisagra burguesa, periférica y chantajista representada por las formaciones nacionalistas.

PP y PSOE representan el adversario interno más visible e inmediato, pero no el enemigo directo. Éste es el propio régimen. PP y PSOE son, nada menos, pero también nada más, que gestores o administradores de los intereses de la Alta Burguesía, a quienes representan y sirven. Esta clase dominante es el factor principal que ha impedido una España vista como patria de todos los españoles. Para ellos España ha sido y debe seguir siendo patrimonio corporativo de la Alta Burguesía, y el resto de españoles no somos otra cosa que peones en su cortijo. Si el Bipartidismo ha servido para que España siga siendo patrimonio de los menos (u, ocasionalmente, afición de unos deportistas profesionales cuando ganan). PP y PSOE han sido también decisivos para conseguir que la conciencia de clase, antes extendida en la clase obrera española, haya desaparecido excepto en el seno de la Alta Burguesía, que sí que conserva, y bastante bien, su conciencia de clase dominante. En correspondencia a la clase socio-económica que representan, PP y PSOE también comparten la misma conciencia de clase política del Régimen. Por eso hemos señalado que, aunque se odien y se descalifiquen recíprocamente, se protegen unos a otros porque se necesitan mutuamente.

(b) El Cinturón de Hierro Mediático del Régimen

En España no habría sido posible el bipartidismo que empezó a consolidarse a partir de 1982 si no hubiera sido por la constante prédica y la sistemática labor de manipulación informativa del llamado «Cuarto Poder». Y es que los grandes medios masivos de difusión (ante todo los audiovisuales) hace tiempo que funcionan muy por encima de la capacidad de influencia y adoctrinamiento de las escuelas, universidades, iglesias, editoriales de libros o los propios partidos políticos. Los medios masivos de difusión constituyen el frente más potente en la formación y orientación de las conductas, creencias y sentimientos sociales a escala masiva.

La función esencial de las empresas mediáticas, los llamados medios de «comunicación», se define sobre todo por la manipulación informativa orientada al control de la «opinión pública». Sus objetivos no son sociales ni desinteresados, como describe la mitología de la «objetividad periodística», ni las empresas mediáticas privadas son «expresiones vivas» de la «sociedad civil» o del «pluralismo social» como nos cuenta el mendaz discurso demoliberal establecido en el autocalificado «Mundo Libre». Asimismo, esa famosa división que ciertos medios, para distinguirse un poco de la competencia, establecen entre «opinión» e «información» supone también otra falacia, ya que la propia información que el medio ofrece a su público implica una selección previa de datos y evaluaciones, es decir, el establecimiento de una estructura jerárquica de lo que a ese medio le interesa que su público conozca o desconozca.

Las famosas banderas de «ética» o de «estilo» del periodismo como la imparcialidad, la objetividad o la libertad de expresión, no son nada más que mitemas encubridores, en primer lugar, del multimillonario negocio mediático que moviliza a diario el «mercado de la información» a escala global. El proceso de fabricación y distribución de la información no está motivado por la necesidad de «informar» al público, sino por la necesidad capitalista de vender noticias como puro producto. Los medios, como cualquier otra empresa capitalista, generan necesidades masivas de consumo en la sociedad y trazan estrategias informativas destinadas a favorecer su crecimiento empresarial y posicionarse para competir con éxito en el mercado. La información, en esta sociedad, es una mercancía destinada a producir rentabilidad económica como cualquier otro producto, vital o no, como las medicinas, los alimentos o la bisutería. En términos funcionales, completamente al margen de las leyendas que los mismos medios capitalistas fabrican, las empresas periodísticas no se guían por fines sociales sino por la búsqueda del lucro económico.

Pero, además de negocio, la función informativa que desarrollan los medios tiene un indudable carácter estratégico. Por tanto, esos mitemas encubren también su naturaleza de herramientas claves para el control y manipulación de los procesos económicos, políticos y sociales. Así pues, señalamos que tales motivos impiden que los medios practiquen la «objetividad informativa» o la independencia editorial. Pero lo que diferencia un movimiento alternativo de las simples críticas a tendencias concretas de un medio u otro, es el señalar que la dependencia estructural de los medios de difusión con respecto al sistema de poder económico que controla todos los resortes de la producción, las finanzas y el comercio internacional, impide, encima, que ninguna empresa periodística se atreva a buscar un mercado que cuestione esas estructuras mundiales. Para nosotros, la mejor explicación de la posición demoliberal de los grandes medios es que ambos motivos (objetivos comerciales propios y dependencia estructural al poder económico) están estrechamente relacionados.

Dicho de otra forma: los medios de manipulación sólo trabajan para quien paga o puede pagar por sus servicios «informativos». Y lo que paga cualquier público que consume esos medios es muy inferior a lo que paga el propio poder económico. Por eso, todas las empresas periodísticas en una sociedad capitalista trabajan para preservar el Sistema, más allá de proclamas nacionales, sociales, éticas o religiosas. En la medida en que este Régimen es la adaptación, en un tiempo, lugar y circunstancias concretas, del Sistema Capitalista, la prensa en su conjunto y sin excepciones (incluso los señalados como extrema derecha y extrema izquierda) trabaja para quien paga más.

Sin embargo, siendo inmenso este poder de conformación de la «opinión publica» y siendo una realidad que nadie puede negar, sigue siendo costumbre entre grupos o congregaciones de todo tipo y tendencias diversas, criticar en muy pocas ocasiones la función de la prensa, excepto cuando esos grupos se ven directa y personalmente agredidos, u ofenden sus particulares iconos emotivos. Y es que ninguno de ellos, incluso los que presumen de inconformistas o rebeldes, se atreven a criticar en serio al Poder Mediático: no sólo no critican el servicio que prestan para preservar el Sistema Capitalista globalitario, sino ni siquiera su función básica de cinturón de hierro del régimen. No sólo no lo hacen, sino que la mayoría acostumbra a repetir las consignas que la prensa difunde.


Es imprescindible para la lucha antisistema denunciar con contundencia la función de los extremos, y esto pasa necesariamente por desenmascararlos.

(a) La estafa del enfrentamiento de los extremos con el Sistema

La crónica muestra que, pese a que tanto la extrema-izquierda como la ultra-derecha han llamado durante décadas a «luchar contra el sistema», no existen hechos sustanciosos que demuestren que éstas hayan combatido jamás al Sistema. Su mecánica parece funcionar sólo en los estertores de la política, en los ámbitos residuales propios de las subculturas urbanas (ahora también interináuticas) en vez de en el campo propiamente político. Los hechos así lo testimonian.

Sin embargo tanto la una como la otra se atribuyen el monopolio de la lucha antisistema, cosa que el propio Sistema no duda en difundir en sus medios de manipulación. La sociedad visualiza que la única forma existente de enfrentarse al sistema es perteneciendo a los estercoleros políticos extremistas, por lo que toda critica al Sistema es, de facto, desprestigiada y deslegitimada. La mayoría de la gente concluye que «si ésos son la alternativa al Sistema, mejor quedarse con el Sistema».

Los integrantes de los extremos, lejos de intentar contrarrestar la imagen pésima que la propaganda del Sistema les adjudica, confirman con sus actitudes tal imagen, y la realidad llega a ser peor que la mentira más burda difundida por el «Cuarto Poder». En esos extremos, cualquier buena idea (y se tienen algunas) queda ensombrecida, cualquier idea justa (que las hay) queda emponzoñada, y cualquier persona válida que haya estado con ellos queda desautorizada para siempre.

El Poder establecido aprovecha las numerosas muestras de nulidad intelectual y de exaltación de impulsos brutales (como la violencia por la violencia, o los odios primarios) de los extremos, para desacreditar cualquier impulso y planteamiento legítimo de lucha antisistema. Lo que los extremos han conseguido, a lo largo de décadas, es acotar el espacio político, tanto por la «izquierda» como por la «derecha», parapetar el Régimen y cerrar el arco parlamentario. Es decir, han sido (aún sin quererlo) los tontos útiles, los que han realizado de forma antiheroica un doble trabajo sucio: por un lado, como partida de la porra; y por otro, como representación patética de la oposición al Sistema.

(b) La Extrema izquierda: de la utopía a la esterilidad

Es hora de señalar, sin miedo y sin victimismos, la propia responsabilidad de las fuerzas presuntamente anticapitalistas en su fracaso. Entre ellas está generalizada la queja constante ante lo que «el sistema nos hace»: que si el poder tiene la culpa de la imagen que dan, que si el sistema «nos hace ser» de tal modo, que si los medios de difusión dan una imagen distorsionada… No ha existido una generación de «revolucionarios» más patéticos y ridículos que los componentes de la actual extrema izquierda. Ésta no es más que un producto del Sistema, un puñado de niñatos y no tan niños aburridos, burgueses con ganas de fantasía y locuras controladas o virtuales. A la mayoría de la gente de extrema izquierda no le importa nada su pueblo, ni su cultura, ni su sociedad, y mucho menos le importa combatir el capitalismo.

Pero de esto, buena culpa tienen también sus predecesores. Porque desde hace mucho tiempo la mayor parte de los resortes de movilización de la extrema-izquierda consiste en querellas con la ulitra, pero no con la ultraderecha «mayor», la integrada en el Partido Popular o el «Cinturón Mediático» de la Derecha «españolista», ni, menos aún, con la derecha neofeudalista (con ésta, a veces, incluso aparecen juntos), sino con la residual. Y como sucede con esta ultra residual, sus querellas no están motivadas ni siguen criterios políticos. Toda la agitación y tensión (con violencia física o sin ella) entre los grupos de extrema-izquierda y ultra-derecha (y también las peleas dentro de extremo-izquierdistas y ultraderechistas) no tiene otra explicación que la paranoia y la demencia de una lucha irracional sin objetivos claros, sin enemigos determinados en base a la realidad actual.

Son frecuentes en foros de extrema izquierda los comentarios sobre la connivencia entre lo que ellos llaman «fascistas» (aunque en realidad, en sus delirios, llaman fascistas a todo el mundo) y el Estado. Dejando de lado el hecho que el Sistema Globalitario no tolera de modo alguno el fascismo ni sus valedores (otra cosa bien distinta ha sido el neofascismo de servicio), ocurre que la extrema izquierda lleva mucho tiempo actuando en connivencia con el simulacro progresista, y de ese modo se ha constituido en una réplica del matonismo irregular de servicio que la ultraderecha, neofascista o no, ha venido prestando al estado capitalista y su clase dominante. Así pues, la extrema izquierda es parte activa de este diverso pero coherente sistema autoproclamado «Nuevo Orden Mundial».

En el pasado, la extrema izquierda se caracterizaba por abanderar utopías. Al margen del nivel de conciencia de sus abanderados sobre sus posibilidades, y de la carga de infantilismo que tuvieran, tales utopías servían de ideas-fuerza para movilizar a muchos. Aunque bastantes fueran, probablemente, conscientes de reclamar sueños sin posibilidad de hacerlos realidad, también comprobaban que luchar por esos sueños, aun siendo impracticables o inalcanzables, sí tenía un efecto práctico: la propia lucha por lo imposible generaba un tipo humano entregado a una causa que manifestaba virtudes como el compañerismo y el heroísmo, y hacía posible una comunidad militante. Esas utopías, aún siendo irrealizables, servían como mitos movilizadores que conseguían cambiar sustancialmente una realidad circundante, al menos, para crear y mantener una comunidad de lucha.

Pero todo esto es cosa del pasado. Como hemos adelantado, un factor ha convertido definitivamente a la extrema izquierda en perros de presa de la impostura progresista, es decir, de una de las alas del capitalismo. Tal factor es el antifascismo. Éste no sólo sirve como instrumento político-policíaco para imponer el «pensamiento único» (en el fondo, es imponer el no pensar) erradicando el pensamiento crítico y ayudando a mantener la complacencia y pasividad de la izquierda social ante la izquierda de diseño de la Alta Burguesía, sino que las posiciones antifascistas han servido en las últimas décadas para reforzar las mismas posiciones del ala derechosa del Sistema.

Así, la extrema izquierda antifascista dedicó mucho tiempo y esfuerzo en reclamar la supresión de los servicios militares o cualquier educación patriótica. Gobiernos capitalistas, incluso liberal-conservadores, han abolido los servicios militares para crear ejércitos «profesionales» (léase mercenarios de estado) que son utilizados por los gobiernos capitalistas sin dar apenas explicaciones, cosa que antes, al menos, sí se veían obligados a hacer. Y cuando los capitalistas no usan mercenarios de estado, financian ejércitos privados. Esos antifascistas no han hecho otra cosa que facilitar la «profesionalización» e, incluso, la privatización de los cuerpos armados, y ayudar a que el empleo de la violencia del poder escape por completo de los códigos militares y penales. Por su parte, la supresión de cualquier educación nacional sólo ha favorecido una mayor apatía y la insolidaridad más extrema, consustancial de las junglas sociales del capitalismo avanzado. Todo un éxito.

Asimismo, representar el racismo y la xenofobia como fenómenos ligados preferentemente al fascismo ha ayudado al desarrollo de los nacionalismos y racismos que infectan Europa y el resto del mundo pues, en el último medio siglo, ninguno de ellos guarda relación con los fascismos, aunque los medios sigan confundiendo al público. Más bien sucede lo contrario: casi todas las corrientes xenófobas y grupos que fomentan el odio y el antagonismo entre etnias, nacionalidades o razas, ya asumen sin problema un carácter antifascista. Los exclusivismos étnicos neofascistas son marginales incluso en la marginalidad. La extrema izquierda antifascista, de la mano de la impostura «progre» también antifascista que siempre la ha utilizado, sólo atacan el nacionalismo y la xenofobia cuando éstas les parecen fascistas. Los antifascistas de izquierda nunca han combatido las fobias étnicas, de raza o de fe que pudren y sacuden las naciones, sino que han ayudado a consolidar los grupos que las fomentan promoviendo la asimilación liberal antifascista de esos grupos. Lo que han provocado es la consolidación de una «xenofobia respetable». Gracias a la obsesión de la extrema izquierda antifascista, los odios raciales, étnicos o religiosos siguen sirviendo como gran instrumento del Capitalismo globalitario para mantener y promover la «Guerra social». Asimismo, el «derecho de autodeterminación» tan querido por esa extrema izquierda es utilizado (como lo fue siempre) por el imperialismo para fragmentar los estados nación insumisos al «Nuevo Orden Mundial».

Igualmente, la conversión de la extrema izquierda en acratismo lúdico-estético, asumiendo -como hizo la fachada progresista- gran parte de la Contracutura (pues sus valores hedonistas e individualistas se hallaban en las antípodas del fascismo) ha acabado arrastrándola a la sociedad de consumo occidental, donde se limita a radicalizar preocupaciones pequeño-burguesas y las ilusiones propias de la NeoReligión demoliberal-capitalista. El impulso transgresor basado en la negación de las normas por ser normas («las normas son fascistas») lleva inevitablamente a negar las reglas más elementales de la lógica en el pensar, discutir y actuar. Por ello, la extrema izquierda cae de lleno en paranoias y expresiones sin sentido: ya es tan descerebrada e irracional como la ultraderecha.

En conclusión: el sectarismo antifascista no sólo es un gran lastre en la lucha ideológica y político-social anticapitalista, antiliberal y antiimperialista, sino es, además, un signo del control hegemónico de la fachada progre. El antifascismo es una argucia estalinista que impide el seguimiento de cualquier vía distinta, en una época donde la izquierda se halla en desbandada, sin poder resistir el empuje del liberalismo ni evitar degradarse en «conciencia moral» del capitalismo. El antifascismo no ha sido más que otro elemento funcional e imprescindible para el capitalismo en su fase de absolutización neorreligiosa que ha precipitado a la extrema izquierda en el pantano de la esterilidad.

En la actualidad, es la derecha global e ideológica, como tal, la que manda, cultural y económicamente. Si el social-liberalismo (como antaño fue el reformismo social-demócrata, el social-cristiano u otro) es la reconversión de la «izquierda» en «maquillaje» y «conciencia moral» de la derecha global triunfante, el antifascismo ha sido la trampa y la excusa para apoyar a los que defienden la explotadora y asesina democracia capitalista. El antifascismo de Hollywood ha servido como mecanismo imprescindible en la configuración de un imaginario occidental que se extiende y cohesiona las masas despolitizadas, desnacionalizadas, insolidarias y sin conciencia de clase del capitalismo avanzado. La violencia del antifascismo callejero es expresión de un activismo infrapolítico e irracional, pero partícipe parapolicial de los dogmas y ritos de las sociedades postmodernas. Detrás de la extrema izquierda antifascista no hay nada. Carece de ideología alguna que le sustente (las referencias ideológicas son anecdóticas u ocasionales, como la preocupación social en la ultraderecha) y por no ser, la extrema izquierda no es ni siquiera anticapitalista o antiimperialista, ni en lo cultural ni en lo político, ni en lo económico ni en lo militar. La extrema izquierda no pretende contradecir ya la dinámica de explotados y explotadores, ni transformar la sociedad capitalista, sino se ha transformado en un frente parapolicial de la burguesía bohemia y en una inquisición, tan visceral como irregular, de la Neo Religión demoliberal-capitalista.

(c) La Ultraderecha: del franquismo al eurosionismo

Cuando se habla de ultraderecha en España, se suele caer en un error de apreciación sobre la función específica que desempeñan las llamadas «fuerzas nacionales». Sólo durante los años de la Transición, cuando la derecha «convencional» estaba recomponiéndose tras la muerte de Franco, la ultraderecha tuvo cierta capacidad y ganas de «dar un susto» a las fuerzas políticas protagonistas de la instauración de la Monarquía de Partidos y Estado de Autonomías. Esa ultraderecha postfranquista, tardointegrista o neofascista, no se adaptaba al nuevo Régimen, y llamaba «traidora» y «mema» a la derecha convencional que pactaba con los «social-comunistas», pues éstos (decía la ultra) iban a «suprimir la propiedad privada», «acabar con la familia» y «perseguir a la religión».

Obviamente, no ocurrió nada de eso. La derecha empresarial y la banca estuvieron jaleando durante bastante tiempo a Felipe González; la crisis de la familia no estaba causada realmente por medidas políticas, sino por la dinámica propia de la sociedad burguesa; y la Iglesia Católica sostuvo una «entente cordial» con el PSOE hasta el punto de que un arzobispo emérito (Ramón Torrella) llegó, en 1993, a descalificar públicamente el que se dieran noticias sobre la corrupción del PSOE.

Hoy, la ultraderecha, como fuerza social e histórica, está mayoritariamente integrada en el PP y en su «Cinturón Mediático». Hay otra ultraderecha, solidaria de los neofeudalistas, que ha hecho del chantaje su principal negocio «político-económico». Pero lo que los medios e investigadores sociales denominan «extrema derecha» no es más que un pozo de residuos, un apéndice de la derecha política que, reorganizada como alternativa de poder tras 1982 (cuando finaliza la «Primera Transición» con el triunfo del PSOE), estuvo en el gobierno nacional entre 1996 y 2004. La «Experiencia Aznar» lo fue de toda la derecha. Entonces, la etiqueta de «centro reformista» fue utilizada como táctica y arma electoral (Aznar, incluso, llegó a reivindicar a Azaña) en la fase previa de acceso al poder (refundación congresual de AP-PP) y como parte de su acción de gobierno en su primera legislatura. Era una etiqueta políticamente necesaria, dadas las condiciones sociológicas del país y de la época. Después, libre ya de las «cargas» y «peajes», el gobierno del PP -y toda la derecha- arrojó la careta «centro reformista» y elaboró un programa neoliberal-derechista que empezó a asumir, más o menos «sin complejos», los principales mitemas de la ultraderecha postfran-quista, incluso los de las ultraderechas tardointegrista, neofascista y, ahora especialmente, «anti-inmigrante».

La ultraderecha es un apéndice para la derecha liberal. Esto puede parecer extraño para la mente convencional, también para los escasos afiliados y simpatizantes de grupos y corrientes ultras que compiten por un hipotético porcentaje electoral que sólo existe en su imaginación. Por ello la existencia virtual, supletoria, subalterna y «amenazante» de los «patriotas» es tanto más necesaria para el PP cuanto más reaccionario, ultraliberal, xenófobo y criminal-imperialista es el rumbo político del PP. Si esta supuesta derecha «radical» no existiera habría que inventarla. Y de hecho, desde Génova y el «Brunete Mediático» se reinventa periódicamente, supurando ideologías y estrategias de «recambio» como el «identitarismo», el antiinmigracionismo o el odio al moro, y desplazando agentes para controlar internamente el franquismo residual.

No existe, pues, ninguna «derecha radical» ni «derecha nacional» por oposición a una «derecha liberal». Existe una «derecha exaltada subsidiaria», que depende de los poderes dominantes y que, política y sentimentalmente, forma una piña con el entramado sociológico que sostiene al PP.

Habiendo sido siempre el «bajo fondo» de la derecha convencional, desde que existe el PP la inmensa mayoría vota PP, pues los extremistas de derecha, como además se conocen a sí mismos, no se votan ni entre ellos. Si toda la ultra no se agrupa aún junto al PP es por simples intereses personales, por querencias y parafernalias simbólicas, o porque desean un PP aún más duro y visceralmente más xenófobo y reaccionario. Pero debido a la ofensiva «neocons», el PP va anulando incluso los últimos «hechos diferenciales» con la ultraderecha. El discurso clásico de ésta, el de una «patria» como patrimonio exclusivo de una etnia, de los adeptos de unas costumbres o hábitos religiosos, o de un sector detentador de privilegios que los preserva o los acrecienta a costa de la nación y del mundo, secundada por una guardia de la porra (la ultra espera ser ella) les ha sido arrebatado por FAES y PP. Todos saben que los que nutren sus grupúsculos ultras son descerebrados que hacen gala de su irracionalidad, y en la práctica ningún exaltado de derechas «serio» vota listas de ultraderecha, pues percibe que la razón de existir de tales grupos es servir de «válvulas de escape». La ultraderecha es como el puticlub: uno va y vuelve, no se queda a vivir allí.

Por otro lado, si a algunos les había parecido imposible o improbable que la ultraderecha española (sobre todo la tardointegrista y la neo-fascista) pudiera convertirse en eurosionista debido al odio secular que había profesado hacia los «judíos» (un odio religioso, de sangre o histórico, o un odio mixturado) ya pueden ver su error. La ultraderecha española, al igual que las ultraderechas ultrapirenaicas, y demostrando su solidaridad con el entramado que sostiene al PP, se ha descubierto también eurosionista. Y es lógico: a nadie debe ex-trañar este apoyo final (abierto o «asionista») de las ultraderechas españolas (europeísta, españolista o neofeudalista) al sionismo. Al fin y al cabo el sionismo es una ideología ultra que habla en los mismos términos que la ultra de toda Europa: un estado exclusivo para un grupo particular (raza, religión, lengua...) que debe desarrollarse en base a los hábitos ancestrales que, se supone, les caracterizaron en el pasado. Un modelo mesiánico y exclusivista. Aunque la ultraderecha europea no apoyara antes del todo al sionismo por ser de raíz «judía», las ideas-fuerza del sionismo son las mismas que la mayor parte de las posiciones ultras.

Por supuesto, todos los mitemas de la ultraderecha (nacional-católica, tradicionalista, nacional-populista, social-identitaria...) no son otra cosa que una superestructura mítico-pasional para encubrir los intereses y preferencias de unas minorías de poder, y amparar una realidad social lesiva incluso para las masas que se identifican con esos mitemas.

En conclusión: si es cuestionable que en el pasado próximo existiera alguna «derecha radical» o «tradicional» por oposición a una «derecha liberal» o moderna, hoy no cabe duda: es un apéndice de la última. La ultra no pretende cambiar las estructuras del Régimen, ni mucho menos subvertir el modelo sistémico dominante. La ultra está dentro, y se define por lo que defiende: el individualismo burgués y su corolario (la propiedad privada de los medios de producción); el Occidente realmente existente (no el que míticamente tiene cada uno en su cabeza); el liberalismo político; la cultura de masas norteamericana; la hegemonía tecnológica-militar de la OTAN para aplastar los «desafíos a Occidente»; los abusos institucionalizados a cuenta de la «seguridad nacional»; la «Economía de Libre Mercado» (la que «crea riqueza» y demás falacias); y ciertos valores de la tradición europea desvirtuados (cristianismo, patria, monarquía, familia, etc.). Sin embargo, no perdamos la perspectiva: los ultras españoles ni hacen ni quieren hacer política. El cometido de sus grupos es dejar suelto al cabestro que muchos pequeño-burgueses llevan dentro, como los hinchas de los equipos no juegan al fútbol, sino que dejan ese deporte para los profesionales que se mueven en el césped. Por tanto, es falso que al Régimen le inquiete un «ascenso» de la Extrema Derecha.

Pero si la combatimos es porque las energías ultras sintonizan con los intereses ocultos (y no tan ocultos) del Capitalismo globalitario y porque suelen actuar como perros de presa del Sistema. La ultra causa poco daño cuando fomenta causas en solitario. Pero cuando se incorpora como auxiliar del Poder establecido y expresa una versión «más dura» (o «políticamente incorrecta», como dicen) del propio discurso del Poder, el daño que provoca es considerable. Cuando la infraizquierda «antifascista» se suma a las campañas represivas político-policiacas orquestadas por las instituciones y medios del Sistema, cumple esa misma fun-ción de perros del capitalismo. Vivimos en el «tinglado» montado por la derecha: tanto la ultra como el otro extremo son perros de presa del mismo.

Y hay, además, otro motivo para combatirla: cierta ultraderecha se vende como «inconformista» o «patriota» siendo tan ultraconformista y antipatriota como el resto. Y no sólo hemos de atacarla por su farsa de presentarse como adversarios del poder establecido (igual que hace la infraizquierda), sino porque lo hacen pervirtiendo figuras, consignas y referencias valiosas, habiendo confundido a elementos que podrían haber sido válidos, y los han abocado al limbo, la impotencia y el basurero, convirtiéndolos en residuos del Sistema con etiquetas de «inconformistas» o «patriotas».

(d) Falangistas, nacional-revolucionarios y anarquistas

Muchos de sus militantes han considerado que estos movimientos no eran parte ni de la derecha ni de la izquierda totalitaria. Pero la alternativa tampoco puede seguir leyendas ni ser tibia en esto.

(º1) Falangistas: una incongruencia y esquizofrenia permanente
La primera realidad contradictoria del falangismo es que, mientras unos falangistas pensaban (o se auto engañaban con ello) que eran parte de un partido revolucionario enemigo de un Sistema totalitario, otros falangistas han estado sirviendo (o han querido servir) durante décadas como centinelas del mismo Sistema. Las protestas de muchos falangistas dirigidas al Poder no estaban motivadas por las injusticias o abusos que cometía el mismo, sino porque el Poder les parecía blando y por no mantener una represión más fuerte y tomar represalias más duras contra los enemigos del modelo político-social que identifican con la «Patria». Mientras unos creían (o decían) que eran oposición frontal a un Sistema corrupto, otros falangistas servían de encubridores de la corrupción como «mal menor» o llegaban, incluso, a exigir el silencio de quienes denunciaban la corrupción por poner en peligro la paz social o la seguridad. Mientras unos hablaban de un movimiento contra un Sistema injusto y decadente, y pregonaban valores como la integridad y la dignidad de las personas, otros falangistas aparecían como apologistas del subjetivismo eurocéntrico, fanáticos de la supremacía occidental, y propagandistas de la decadencia como signo del desarrollo e «identidad» de los pueblos occidentales, exigiendo cometer más atropellos contra los «incivilizados pueblos» del «Tercer Mundo». Tal ha sido la esquizofrenia falangista vivida durante décadas.

Ante este panorama, muchos falangistas han estado durante décadas quejándose de la falta de unidad. Como la unidad entre posturas tan opuestas era imposible, y sólo podría lograrse si «una falange» aniquilara totalmente a «la otra», la conclusión es que muchos de los falangistas no han sido más que mediocres pequeños-burgueses apegados a una memoria y una «identidad» de iconos, mitemas, colores y sentimientos «de club». Igual que una afición futbolística o de «frikis». Es decir, para ellos la Falange no era un movimiento político, sino otro subproducto infrapolítico, otra «tribu urbana» de las sociedades del espectáculo del capitalismo avanzado, con la diferencia que una parte de ella sirvió de «residuo-reserva» en manos del núcleo duro del Sistema, como la ultra.

Otra contradicción es la obsesión por la memoria ¿Por qué promover en el seno de esta sociedad el respeto a «los servicios prestados» o la memoria? ¿Que pretenden con ello los falangistas (y otros grupos que hacen lo mismo, como PSOE o IU)? ¿Que esta sociedad consumista, hedonista e insolidaria, acoja o mantenga iconos, mitos o referencias personales ajenas a ella? Los falangistas, como los otros, confunden lo que son, con lo que soñaron ser o les contaron que fueron.

Otra contradicción enorme del falangismo es criticar el «patriotismo averiado» de las derechas al tiempo que asume acríticamente la historiografía nacional de las mismas. El patriotismo que no es crítico no es patriotismo. Pero el patriotismo crítico que lleva a reconocer la ruina del presente, no puede volverse apologista del pasado. Es bastante contradictorio ser crítico con el presente y adorar un pasado que también dejó mucho que desear. El patriota es crítico tanto con el hoy como con el ayer de su nación. Si el nacionalismo lleva a identificarse con los hábitos más vulgares como características nacionales a preservar, las falanges, en general, si no han sido nacionalistas de la España contemporánea («la Borbónica»), lo han sido de la vieja España («la de los Austrias»).

En general, al liberal-progresista le desagrada la historia española por la oscuridad de un pasado dominado por la Inquisición, la miseria, conquistas y privilegios nobiliarios. Pero el progresista no acomete un juicio crítico del pasado de España, sino sencillamente desprecia esa historia que tan poco tiene que ver con sus ilusiones. Le avergüenza saber que es producto de aquello. Hace lo mismo que la mayoría de consumidores de carne: les desagrada entrar en la cocina de un restaurante o en el matadero, pero en ningún momento renuncian a comer su carne. Por su parte, el derechista convierte la historia de España en un canto a la gloria y grandeza de unos poderes que identifica forzadamente con el «ser» de España, y luego en un lamento, añorando el poder perdido en el pasado, que no le parece oscuro porque se identifica con esos poderes de casta y facción confesional. Lo que le acompleja o apena ver es la desaparición del férreo dominio que tenían sobre España y el mundo. Todos los recursos de España no fueron más que instrumentos al servicio de esos poderes, pero la derecha «borra» este hecho y hace ver que el dominio, la grandeza, eran de España como tal. Por mucho que lanzasen las falanges una retórica revolucionaria e, incluso, mostraran programas económicos de izquierda nacionalizadora o sindicalista, al comulgar con la historia nostálgica y esencialista de la derecha, no se han despegado de ésta. Compartiendo los mitemas y leyendas de la ultra ha sido natural que asumieran tantas veces las mismas posiciones.

(º2) Nacional-revolucionarios: una irrealidad e indefinición permanente
Resulta difícil hablar de un «sector nacional-revolucionario», pues carece de una historia, textos y figuras comunes de referencia, cosa que, al menos, sí poseen el falangismo y el anarquismo. Los nacional-revolucionarios no tienen teórico o manifiesto reconocido por el conjunto de quienes así se llaman. No sería injusto señalar que es indefinible al carecer de una teorización profunda. A lo máximo, dispone de una serie de consignas comunes que les ha dado una sensación de entidad política, algo que no ha llegado a existir realmente. Para unos, lo nacional-revolucionario era otra forma de llamar a los fascismos y reivindicarlos sin nostalgias. Para otros, la actualización política de un tradicionalismo sin los límites del integrismo católico. Para aquellos otros, la radicalización del nacionalismo pero rechazando el capitalismo. Y todo esto en el mejor de los casos, pues para otros, lo nacional-revolucionario no fue más que un logotipo «marchoso» de esa ultraderecha que asocia el vocablo «revolución» con violencia «incontrolada» al servicio del «orden» sin implicar a los aparatos del estado directamente. Y cuando no, la cobertura de una estafa para inadaptados.

Pero al margen de estafadores y matones de la ultra con marca ocasional «NR», podemos reconocer como «nacional-revolucionario» a un sector con impulsos rebeldes, más o menos sentidos como sinceros, que criticaba las falacias del Régimen, advertía la falsedad de la dicotomía de las izquierda/derecha oficiales, oponía las naciones europeas a los poderes fácticos y el imperialismo, y quería trastocar el Sistema Capitalista desde posiciones de «tercera vía».

Pero en este sector se advertía el pánico a perder ese «corazón rebelde» inicial para no caer en el pozo de la ultra o en el reformismo. Por tal motivo, muchos se han mantenido en el maximalismo del «todo o nada», lo que les ha llevado, lógicamente, a quedarse en nada. El hecho de que muchos «nacional-revolucionarios» se destaparan como ultras (o derechistas corrientes) cuando han saltado a la «política real», ha podido explicar esa parálisis. El enemigo, pues, para ellos, era intentar hacer política real, ya que sólo en el testimonialismo y la marginalidad podían seguir siendo fieles a sí mismos.

Pero su verdadero enemigo ha sido la falta de realismo, de método, de rigor intelectual, de compromiso, de temple para hacer política real en una línea u otra. El enemigo fue la excusa de que había que prepararse para la lucha final (sin señalar qué); en la que tumbaremos al Sistema (no se sabe cuándo); y mientras, era mejor no hacer nada, no «caer tan bajo» de participar en luchas políticas y sociales «del Sistema»; o bien «actuar de otra forma» (sin explicar cómo). La inacción de estos nacional-revolucionarios ha sido un extremo desmovilizador, tan antipolítico como el extremo contrario, el activismo sin rumbo que lleva a la «unidad de quemados». Algo cierto había en tal temor: muchos reproches se dirigían a los nacional-revolucionarios para «bajar a la arena» de la «política real», pero para reforzar la polítíca real de la derecha. Aquí, entonces, la cuestión no es tanto si se hace política real o no, sino señalar qué política u orientación real se quiere hacer.

Si los nacional-revolucionarios se hallan fuera del marco conceptual de la realidad es porque no han resuelto este error teórico: pensar que teniendo la «razón» y la «voluntad» era imparable la revolución. Ésta (cambio profundo de modelo o de estructuras) necesita de condiciones objetivas y subjetivas, y su objeto es cambiar esas estructuras (subvertir un régimen) o el modelo sistémico (cambiar un Sistema). La razón o la voluntad no determinan ninguna condición objetiva y malamente van a determinar las subjetivas (sobre todo si las masas no demandan esa revolución). Lo que ha pasado es que los nacional-revolucionarios nunca analizaron las condiciones objetivas y subjetivas, análisis que se reemplazaba con puro subjetivismo. El resultado no podía ser otro que la nada, pues desde 1945, en Europa, no se han dado condiciones ni objetivas ni subjetivas suficientes para poder provocar un proceso revolucionario. La alternativa era hacer política real, pero para eso (sin abandonar la alta perspectiva revolucionaria) había que entrar en discursos para los cuales los nacional-revolucionarios ni estaban preparados ni querían estarlo, pues con ello sentían traicionar el impulso revolucionario. Si se quiere hacer política no queda más remedio que jugar en ciertos parámetros que marca el actual Sistema. ¿Pero que parámetros? Ahí está la cuestión.

Para hacer «política real» hay que participar del marco conceptual «realmente existente», que no es otro que este modelo sistémico capitalista expansivo basado en un economicismo a ultranza. Ante esto sólo hay dos posiciones: aceptar el modelo aunque necesite «reformas»; o ser crítico con él. En la primera posición está el espectro político del Sistema, incluida la ultraderecha, bajo un análisis utilitarista y liberal (en cualquiera de sus formas). Y en el segundo están los que, desde dentro del esquema economicista, diseccionen la esencia de dicho esquema, evidenciando su naturaleza y contradicciones. No habiendo más análisis de carácter economicista para tal disección, con un mínimo de rigor, que el marxista, no quedaba otra opción que asumirlo, pero los nacional-revolucionarios se han negado a ello prefiriendo mantenerse en su Europa mítica-romántica.

(º3) Anarquistas: una disolución individualista y antesala del liberalismo
A diferencia de falangistas y nacional-revolucionarios, el anarquismo español llegó a constituir en el pasado un formidable movimiento de masas que sí combatió por la revolución. No repasaremos su historia, repleta tanto de luchas como también de graves errores. Quizás podamos evaluar que a principios de la II República, con el triunfo de las tesis libertarias frente a las anarcosindicales en el seno de la CNT, se inició la caída de la mayor parte del movimiento en posiciones insostenibles de extrema izquierda, que, si bien sirvieron en los primeros años para entusiasmar con las utopías libertarias, llegado el momento de la verdad (tanto en la revolución como en la guerra), se vieron impracticables o contraproducentes, cosa que sus rivales no desaprovecharon para desautorizarlos. El hecho es que iniciada la guerra civil, la CNT concitaba tanto apoyo popular como la UGT y el PSOE de Largo y Prieto. Tras la guerra, el anarquismo estaba completamente desacreditado y como fuerza jamás llegó a inquietar a la Dictadura. Durante la transición, la CNT era una fuerza aún más socialmente despreciada que la Falange, que ya es decir.

Actualmente el anarquismo se encuentra dividido en dos organizaciones: CNT y CGT. Otros colectivos anarquistas se sostienen como editoriales (podemos destacar la del «Viejo Topo», aunque tal revista rebasa desde luego el área anarquista) pero es significativo que sea un grupo musical (Ska-P) quien parezca mantener la bandera más representativa de estas posiciones. De la misma manera que muchas cosas señaladas de la ultraderecha eran extensibles a las falanges y al «ambiente nacional-revolucionario», muchas cosas que hemos advertido en la extrema izquierda valen para evaluar, en términos generales (pues hay excepciones) al actual movimiento anarquista.

Y es que los anarquistas han sido también arrastrados por la postmodernidad y la contracultura. Insistiendo en sus posiciones clásicas de oposición a la izquierda totalitaria y a cualquier autoritarismo (y en el antifascismo común en la izquierda y la derecha) han caído en un individualismo radical que les acerca, cada vez más, a las posiciones liberales más extremas. Por ello no extraña que anarquistas de ayer despierten ahora como fanáticos ultraliberales, y de inmediato sean, de facto, neoconservadores (pues el liberalismo puro es percibido fácilmente como una quimera). Si nos olvidamos de parafernalias, signos, poses, vestimentas y cortes de pelo, lo único que va distinguiendo realmente un anarquista medio actual de un ultraliberal es que, en los conflictos laborales, el primero se pone de parte de los asalariados, y que, al menos todavía, ningún grupo anarquista ha dejado de pronunciarse en contra de la OTAN y el imperialismo norteamericano (cosa que sí han dejado de hacer falangistas y nacional-revolucionarios, por ejemplo). Pero los proyectos comunales ideados (e incluso realizados) en el pasado han desaparecido, así como las tesis de organización social basadas en el sindicalismo. No se sabe cómo pretenden CNT o CGT tumbar al capitalismo, ni las propuestas que marquen las líneas generales de su alternativa social.

El anarquismo se halla asimismo atenazado por el antifascismo alucinado de la extremaizquierda y el instrumental de la progresía capitalista. Por convicción o por miedo, tienen mucho cuidado de no incurrir en los «desvíos extraños» o «violentos» que les marcan los comisarios políticos de la progresía. Resulta muy llamativo que, proclamando su rechazo frontal al maquillaje progre y denunciándolos como reformistas vendidos al capital, los anarquistas permitan, sin embargo, que los progres les marquen los límites que no pueden traspasar bajo pena de estigmatización inmediata. Que el enemigo sea la máxima autoridad moral para aprobar o condenar lo que haga o diga el movimiento anarquista, lo dice todo sobre la descomposición a la que ha llegado éste.
(e) La lección para cualquier alternativa antagónica
La lección está clara. La extrema izquierda se ha dejado arrastrar por la contracultura que política y sindicalmente la ha anulado e incorporado al capitalismo globalitario, convirtiéndola en correa de transmisión de la impostura progresista, y su obsesión antifascista es la gran vía para acabar siendo otro frente parapolicial del capitalismo. Por su parte, las «derechas radicales» o áreas «patriotas» significan un refuerzo subalterno pasional de la única derecha real y el capitalismo globalitario (puro cálculo de intereses que desprecian a los pueblos y a las personas). Ni hay más derecha que la liberal-capitalista, cipaya de EEUU, eurosionista e imperialista globalizadora, ni existe otro camino a la derecha que la de Rajoy y Aznar, bendecida por el Vaticano y los neo-druidas «identitarios». Los mitemas supremacistas, etnicistas y confesionales sirven para dos cosas: primero, para que una masa de descerebrados se identifique con la minoría que se mueve por puro cálculo de intereses; y segundo, para facilitar sentimentalmente las brutales operaciones de la única derecha real a la hora de imponer sus intereses, sin que les asalte la mala conciencia, pues sólo con el desprecio supremacista por sus víctimas, la derecha real puede realizar tranquilamente sus operaciones.

Pero si estas observaciones no fueran suficientes, tenemos además la vivencia de estos siete lustros de Monarquía Parlamentaria. Tal experiencia nos indica que todos los intentos de colaboración con los extremos políticos, confiando en cierta sinceridad de su retórica antisistema y en una aparente disposición abierta de algunos sectores de la ultraderecha o la extrema izquierda (incluimos ya al falangismo, el anarquismo o el entorno nacional-revolucionario) no han servido para absolutamente nada, puesto que todos ellos, conscientemente o por estupidez, son en definitiva los colaboradores más fanatizados del Sistema. La ultraderecha lo es por la obsesión enfermiza de combatir al comunismo cuando éste ha desaparecido de la escena, y, ahora, por culpar al inmigrante de todos los males reales o imaginados que padece la nación, actualizando el miserable «patriotismo averiado» de las derechas, que no es sólo un nacionalismo chauvinista promotor de los prejuicios más miserables hacia otros pueblos, sino que, en relación con su propia nación, es un nacionalismo abyecto y servil de los poderes fácticos. Y la extrema izquierda porque prefiere batirse con el cadáver del fascismo vencido en 1945, antes de enfrentarse a la realidad, y porque se ha empapado de la contracultura antisocial y estético-lúdica de la «Bohemia burguesa» que ha tirado por la borda todo su arsenal ideológico revolucionario y su legado histórico y cultural transformador.

Nosotros hemos llegado al convencimiento de que es la hora de levantar la alternativa que rompa con los valores que han informado eso que han llamado «Civilización Occidental», y para ello es necesario liberarse de los prejuicios y tópicos de la cultura burguesa y de sus secreciones más purulentas. Es hora de enfrentar la realidad con herramientas nuevas y con realismo. Es hora de señalar que los parámetros oficiales de la izquierda / derecha actuales ya nada tienen que ver con los parámetros de la realidad que separa efectivamente el mundo, entre los intereses de los menos y las necesidades de los más, entre los opresores y los oprimidos, entre explotadores y explotados: la izquierda y la derecha actuales están en la «misma orilla», al lado del Sistema, cuyo núcleo duro es la derecha (y por eso es nuestro principal enemigo) y su contorno, la izquierda progresista o social-liberal. Y es hora de confirmar, de una vez por todas, que los respectivos extremos de izquierda /derecha son subproductos del Sistema y que en éstos se encuentran los elementos más descerebrados, alucinados, obsesivos y fanatizados del propio sistema (aunque se vistan de antisistema): en uno y otro extremo no hay nada más que esterilidad, necedad y pérdida de tiempo y energía.

De lo que se trata es: en primer lugar, de elaborar un discurso creíble que se pueda presentar a la gente sin que la mayoría «vomite» al escucharlo; y en segundo lugar, reconocer nuestras limitaciones como fuerza para influir en la sociedad, lo que nos debe llevar a dar nuestra exigua ayuda a cuantas luchas sean justas, y ocasional y tácticamente a los grupos que aún siendo parte del sistema y del Régimen, puedan poner de manifiesto puntualmente las contradicciones y la falsedades de éste. Pero nuestros apoyos han de estar canalizados en todo momento por nosotros, no por otros, y esto exige que nos organicemos. No sólo nos debemos acercar al pueblo hablando de cosas que la gente entienda, sino que luchando por lo que es justo se enarbola la mejor bandera de nuestra política, siempre que, al mismo tiempo, pongamos de manifiesto que la causa de esos males es el propio Sistema o el mismo Régimen, teniendo claro cual es la división fundamental en el mundo actual, en el marco conceptual «realmente existente»: una clase socioeconómica dominante, la capitalista, que nos explota; representada por las instituciones políticas que nos mandan; los medios de manipulación de masas que nos mienten; y los cuerpos armados que nos disparan si todo lo anterior falla.

No se puede perder más tiempo, no se puede dar más oportunidades a los cretinos, es hora de colocarse, es hora de elegir bando.